lunes, 6 de febrero de 2012

Varas de medir

Jean de la Bruyere dijo: "Casi nadie repara por sí mismo en el mérito de otro."


¿Es cierto que no consideramos los méritos de los demás? ¿Somos, intencionalmente, perniciosos a la hora de valorar sus actos, por una cuestión de envidia o aversión a reconocer el trabajo ajeno? Sí y no.

La respuesta es que esta conducta no obedece, en primer lugar, a una decisión racional. Es algo que todos empleamos constantemente sin que exista voluntariedad. En segundo lugar, tampoco obedece a un deseo de destrucción del mérito ajeno, o de no querer valorarlo, tanto como de una exaltación del propio.

Tendemos a considerar a los demás mucho más perfectos, sublimes y bien agraciados en suerte que nosotros. Pensamos que no cometen las mismas equivocaciones y estupideces que nosotros a lo largo del día. Ah, no, yo no lo creo así. Claro que no, ni tú, ni nadie que lo piense más de un segundo y medio. Pero, inconscientemente, nuestro cerebro no computa que los demás lidien con ese tipo de cosas.

Me veo obligado a concretar, pues quizá puedan parecer contradictorios entre sí estos párrafos. No es tanta la exaltación que nuestro cerebro hace de la gente ajena a nosotros y su entidad como tal, como la que hace de sus circunstancias, aptitudes y facilidades. Es decir: el subconsciente del atleta segundón no le dice que el campeón es perfecto, sublime y por eso le supera, si no todo lo contrario: da por hecho que las condiciones del ganador eran más favorables (ausencia de problemas físicos, alimentación... ¡mejores zapatillas si me apuras! todo vale para justificarse). Obviamente no ocurre a este nivel tan claro, es algo muchísimo más ligero y creíble, cotidiano.

Así, veremos, cómo los demás, tardan horas en cubrir la travesía con los maravillosos veleros que nuestra mente les ha atribuido, mientras que, necesitando solo unos minutos más, nosotros hacemos el trayecto a nado, y sentiremos que nuestro mérito es mayor que el de ellos y nos felicitaremos por ello. Porque, aunque pierdas pequeñas batallas en el día a día, tu subconsciente las archivará con un "no podías hacer nada, sus condiciones eran más favorables". Porque, si no fuese así, nos volveríamos locos.

Por tanto, no creo que exista envidia o mala fe en este caso (refiriéndome, siempre, a las conductas más generalistas y cotidianas y no a sucesos como los del atleta), si no, una vez más, una respuesta natural del organismo para preservar la salud del individuo: para evitar, una vez más, la desmoralización, que perjudica el rendimiento y, por ende, la supervivencia.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Divina supervivencia

Albert Einstein dijo: "El hombre encuentra a Dios detrás de cada puerta que la ciencia logra abrir."

Desconozco hasta qué punto su afirmación tiene algo que ver con el razonamiento que voy a exponer, pero, ironía o no, me lleva a ello.

Lo primero que quiero hacer es abstraer muchísimo el concepto de Dios. No hablar de un señor con barba, que envía a su hijo a La Tierra para salvarnos a todos, ni de una deidad profetizada por Mahoma. Reducirlo a lo más básico: una entidad superior, poderosa y creadora. De eso hablaré cada vez que escriba la palabra Dios a partir de ahora.

Habitualmente (y me incluyo), la gente que no es creyente ha pensado de una forma muy lógica cómo explicar la existencia de Dios (Dios como concepto creado por el hombre). El miedo a lo desconocido es natural en el ser humano, que se aterroriza al pensar en desvanecerse con la muerte para no volver jamás. De esa forma, y para tener un consuelo, nace el concepto de más allá, que necesariamente debe haber sido creado por un ente superior benevolente con la humanidad que desea el bienestar eterno para los justos y bondadosos. Parece un razonamiento bastante claro y que hacía a los ateos pavonearse de la cobardía de los creyentes frente a su valerosa aceptación de la cruda realidad. Sin embargo, a mí me gustaría ir más allá y hablar de un concepto de Dios biológico (que supongo que se habrá tratado ya, pero no he tenido el placer de informarme al respecto).

En la antigua América colonial, durante la conquista española, se dio un fenómeno entre los indígenas conocido como desgano vital. A grandes rasgos, consistía en un descenso abismal de la moral de la población en general, que se traduce en una oleada de suicidios y en un enorme descenso de la natalidad (llegando a prácticas como el infanticidio o el aborto), evidencias de que una comunidad de personas no tiene el más mínimo interés en sobrevivir: no porque no les sea posible, si no porque su espíritu ha sido aplastado. Todas sus creencias, órdenes sociales y, en definitiva, motivos para continuar existiendo y creciendo como civilización fueron eliminados de un plumazo por la llegada de los españoles. Por tanto, la población se convirtió en un grupo de autómatas que carecía de motivación para seguir desarrollándose.

Aunque sea una circunstancia excepcional causada por un trauma, podemos extrapolar esa situación a la naturaleza humana, en el humano como colectivo. Eliminemos todo rastro de Dios y del paraíso en la cultura. Aceptemos que todo, absolutamente, acaba justo donde exhalamos aire por última vez. Que todo lo que hemos hecho en vida se pierde en ese instante, que nuestros conocimientos perecen con nosotros, que las habilidades que hemos ido adquiriendo se diluyen en la nada. La motivación para superarse día a día decrece, ¿verdad? Sin embargo, si un grupo de personas piensa que será salvado tras morir, acogido en un paraíso idílico o, simplemente, que continuará su vida en otro lugar o cuerpo, su desempeño y motivación con respecto a la supervivencia será mucho mayor. El instinto de supervivencia no es suficiente en los humanos porque tenemos la capacidad de cuestionarnos el por qué de nuestras acciones y decidir sobre ellas. Por tanto, necesitamos una motivación para sobrevivir. Una convicción de que nuestros esfuerzos no van a ser fútiles. Y ahí es donde nace el Dios biológico.

La naturaleza no deja nada al azar y la existencia de Dios tampoco. Me atrevo a decir que, sin el concepto de Dios, la humanidad no habría podido avanzar, ni siquiera sobrevivir. El concepto de Dios es tan lícito, real y biológico como el amor, el odio o el miedo. Un paso lógico en la evolución. Un modo de contrarrestar la capacidad de razonamiento, que, si en el imaginario colectivo se desatase de forma libre, haciendo a la gente cuestionarse el valor de los esfuerzos que realiza y su importancia general, perjudicaría muchísimo al ser humano como especie. Por tanto, me atrevo a decir que la existencia de Dios es saludable, necesaria y beneficiosa para el ser humano como especie. Es un engaño necesario para progresar como civilización sin caer en el desgano vital.